viernes, 21 de junio de 2013

América


La vi caminar con el paso imperturbable de los ancianos. Tuve que detenerme para estar segura, pero sus ojos verde-azules me dieron la certeza. Disculpe, ¿usted es América no?, América, la maestra? Si mijita y tú eres? Leslie, profe, leslie salgado. Ahh!!, leslie-ee.

Aunque ella parecía no recordarme yo lloré, lloré como una tonta con Carlos Manuel de Céspedes a mi izquierda, lloré, de más está decir que de emoción. Mija, pero tú has cambiado tanto, tenías el pelo muy largo. Han pasado 25 años, le dije. Ámerica iba sola, el cuerpo ligeramente inclinado, el paso lento, los ojos expresivos de siempre, la voz nítida y fuerte.

Conversamos apenas unos breves minutos. Me debatía entre el deseo de raptar aquella mujer durante horas y regalarme una conversación con mi memoria a través de su recuerdo. Pero no podía ser, América iba sola, ahora que recuerdo siempre fue sola. Temí que mi entusiasmo me arrastrara a abusar de su gentileza, y me despedí. ¿Sigue viviendo en el mismo lugar? ¿puedo pasar por su casa? Puedes, puedes ir.

 Desde que recuerdo América vive frente a la estación de trenes, en la frontera visible entre el Bayamo de la tradición, el que va a cumplir 500 años y el Bayamo más popular y humilde. Es una casa construida muy probablemente en los años 40 del siglo XX, desde su portal se ven pasar decenas de coches tirados por caballos, miles de pasajeros en un ir y venir que es cada vez más frenético y caótico. Desde su portal se ven todos los bayamos mutar. Desde ahí conversamos, esta vez bajo la presión de mi regreso a La Habana y un viaje para el que solo faltaba una hora. Pensé que no ibas a venir, Aquí estoy, como le prometí.

Nuevamente fue una conversación breve. Ella estaba atareada en medio de los quehaceres de la casa. Usted era maestra normalista verdad?, Sí, me gradué en 1956, en la escuela normal de maestros de aquí de Bayamo.

América enseñó sus primeras lecciones en la escuela Carlos Manuel de Céspedes, en la calle Céspedes. Pongo cara de quién no sabe, porque no sé. Me nota perdida y me ayuda. Es donde está hoy con la Compañía Eléctrica. Ah!

Desde que triunfó la revolución comencé en la Amado Estévez Bou, ahí me jubilé en el año 92, estaba muy cansada, cuando en una escuela uno es bueno todo cae encima de esa persona, las visitas, los controles, estaba cansada. Y suspira. Yo me río, porque en aquel curso 86-87, cuando me enseñó a leer y escribir, no lucía cansada.

 La recuerdo perfectamente, imperturbable ante la algarabía de la chiquillada, elegante, altiva, perfecta. Solo la inquietaba mi "conversadera" imparable. Ha pasado por todos los puestos del aula, habla con todo el mundo, se quejó un día con mi mamá.

Aquella mujer era severa con sus alumnos, aunque ahora advierto que era, sobretodo, severa consigo misma, por nosotros. Me llamaba la atención que vestía, caminaba y hablaba diferente del resto de los maestros. Si cierro los ojos puedo verme escudriñando sus zapatos cerrados y elegantes, sus medias, sus faldas a media pierna, sus blusas de mangas y sus ojazos verdes, paralizándome cuando me descubría hablando otra vez.

América fue mi maestra durante dos cursos, así de dichosos fuimos los que estábamos en aquella aula al final del pasillo, la más calurosa de todas las aulas, cuyas ventanas habían sido arregladas por el padre de Yeni, mi amiguita.  

No tuve tiempo de preguntarle porqué aquella maestra normalista, que vivía del otro lado de la línea, fue a parar a la escuela Amado Estevez Bou, en medio de un barrio humildísimo poblado por gente que bajó de la Sierra con el ciclón Flora, en el 63. Ahora, mientras hecho un vistazo indiscreto a las fotos de su casa entiendo un poco por qué.

Mi maestra se esforzó en enseñarme que no se habla en clase, no tuvo éxito en controlar mi deseo infrenable de contar historias, pero me enseñó a escribir familia, amor, hombre, mujer, Bayamo, coche, Rosa la Bayamesa, lectura, patria, libertad.

América tiene 76 años y una lucidez admirable. Cuando me dio la isquemia mi sobrino botó los registros de mis alumnos, tenía guardados todos los registros, desde el primer día que empecé a trabajar. Y comienza a hablarme de algunos de mis compañeros de clase, ahora sé que me recuerda perfectamente. El maestro es el ejemplo del alumno, lo dice con convicción y un poco de dolor.

Me tengo que ir, tengo que estar ya en el aeropuerto, ya estoy atrasada. Me tengo que ir pero quiero quedarme a oírle sus historias, sus lecciones, a escucharle sus ojos, esta vez –lo juro- en silencio.