Yo no esperaba mucho de La Habana, iba con desgano y hasta
mal humor en aquel viaje de las ocho.
Lloraba desconsoladamente mientras mi madre, también a moco tendido, me decía
adiós.
Yo no esperaba mucho de La Habana, pero había que irse porque era lo mejor y aquel, fue un viaje sin regreso.
Yo no esperaba mucho de La Habana, pero había que irse porque era lo mejor y aquel, fue un viaje sin regreso.
Lo que me sedujo de La Habana no lo puedo nombrar. O no
quiero. Quizás fue el amor. No sabía que esperar y terminé siendo azul.
Canal Habana, mar, Industriales, nada
más lejos- lo juro- de mis planes. Hasta lloré, porque me ubicaran en otro
lugar; pero ciertos sitios no creen en lágrimas y al Canal Habana fui, o me
mandaron.
foto: Leslie Salgado |
Hubiera podido seguir tranquilamente los recorridos que los
organismos preparaban para sus reporteros. De los recorridos, las
inauguraciones, los planes, las asambleas no había manera de escapar, pero
había formas de desviarse, al menos de vez en cuando.
El desvío debía haber sido lo corriente, lo de todos los
días, Periodismo y nada más. Pero para llegar ahí también había que pelear. Hubo
tiempos de batallas más y menos duras; pero todos- incluido el Canal- estábamos
demasiados jóvenes y sobraban las ganas de dar la pelea.
Así conocí a los vecinos de Altahabana, que no se cansaron de protestar
por un ruido insufrible que provocaba un grupo electrógeno que les había plantado
encima de sus casas. Me monté en su carro, di guerra con ellos. El reportaje
nunca salió, pero ya había pasado por allí, ya había entrado en sus hogares, ya
no había marcha atrás.
Llegué hasta el
corazón de las inundaciones en Santa Ana con dirigentes que – he de decirlo- le
daban el pecho a las situaciones. Vi colchones flotando como islas, techos de
zinc, gente honesta con ganas de vivir mejor. Nunca había estado en un lugar
así, pensé en medio de aquel desastre.
En San Miguel del Padrón, descubrí un barrio con aguas y
suelo contaminado por plomo, y la justa obstinación de los vecinos por no ceder
a soluciones a medias. Sufrí con ellos y hoy todavía me pregunto qué habrá sido
de los que quedaron allí.
Conocí barrios debajo de los puentes, detrás de los ríos,
vidas al punto del derrumbe, vidas llenas de esperanza. Mucha gente al límite
de todo.
Entre tantas historias hay una que vuelve siempre. La hija
adolescente de una mujer alcohólica pedía ayuda desesperadamente por salvar a
su madre del infierno que vivía, que vivían. Fue una de esas veces que las
estrellas se alinean y las instituciones
hacen su trabajo como debe ser. La madre entró en tratamiento, alguien
designado por el Gobierno se encargaba de velar por la niña. Las dos
recuperaron la esperanza. Vivían en Plaza de la Revolución.
En noviembre de 2009 me fui a Regla, nunca había estado más
allá de alguna que otra fábrica- ya saben reportando cualquier plan cumplido-
pero ese día fue de desvío. Caminé las calles, llegué al malecón, visité el santuario,
escuché una plegaria. Flores en el mar, rodillas en tierra, virgen negra, ojos
cerrados, paz. Al otro día recibí en mi buzón un mensaje de aceptación de una
beca que me llevaría tan lejos como a la India. Sería mi primera vez fuera de
Cuba. Ese día – como hoy- La Habana estaba de cumpleaños.
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