miércoles, 16 de noviembre de 2016

Una señora entradita en años



Yo no esperaba mucho de La Habana, iba con desgano y hasta mal humor en aquel viaje de las ocho. Lloraba desconsoladamente mientras mi madre, también a moco tendido, me decía adiós.

Yo no esperaba mucho de La Habana, pero había que irse porque era lo mejor y  aquel, fue un viaje sin regreso.

Lo que me sedujo de La Habana no lo puedo nombrar. O no quiero. Quizás fue el amor. No sabía que esperar y terminé siendo azul. Canal Habana, mar, Industriales,  nada más lejos- lo juro- de mis planes. Hasta lloré, porque me ubicaran en otro lugar; pero ciertos sitios no creen en lágrimas y al Canal Habana fui, o me mandaron.

foto: Leslie Salgado
Ahí comenzó una relación otra con La Habana. Lejos del circuito de 12 y malecón- calle G-Línea-Rampa, tan sabroso, tan bohemio, tan light si se compara con la otra ciudad. Había vendido limones sentadita en la escalera de una prima, en una calle de la Habana Vieja; había ido tras los pasos de una tía en Carraguao; había desandado la cara más dura de Casablanca, gracias al censo de las BUTS; había compartido la mesa con una familia linda y humilde de Playa,  pero La Habana que me descubrieron 6 años como reportera “desde la capital de todos los cubanos”  era otra cosa. 

Hubiera podido seguir tranquilamente los recorridos que los organismos preparaban para sus reporteros. De los recorridos, las inauguraciones, los planes, las asambleas no había manera de escapar, pero había formas de desviarse, al menos de vez en cuando. 

El desvío debía haber sido lo corriente, lo de todos los días, Periodismo y nada más. Pero para llegar ahí también había que pelear. Hubo tiempos de batallas más y menos duras; pero todos- incluido el Canal- estábamos demasiados jóvenes y sobraban las ganas de dar la pelea. 

Así conocí a los vecinos de  Altahabana, que no se cansaron de protestar por un ruido insufrible que provocaba un grupo electrógeno que les había plantado encima de sus casas. Me monté en su carro, di guerra con ellos. El reportaje nunca salió, pero ya había pasado por allí, ya había entrado en sus hogares, ya no había marcha atrás. 

Llegué  hasta el corazón de las inundaciones en Santa Ana con dirigentes que – he de decirlo- le daban el pecho a las situaciones. Vi colchones flotando como islas, techos de zinc, gente honesta con ganas de vivir mejor. Nunca había estado en un lugar así, pensé en medio de aquel desastre.

En San Miguel del Padrón, descubrí un barrio con aguas y suelo contaminado por plomo, y la justa obstinación de los vecinos por no ceder a soluciones a medias. Sufrí con ellos y hoy todavía me pregunto qué habrá sido de los que quedaron allí. 

Conocí barrios debajo de los puentes, detrás de los ríos, vidas al punto del derrumbe, vidas llenas de esperanza. Mucha gente al límite de todo.

Entre tantas historias hay una que vuelve siempre. La hija adolescente de una mujer alcohólica pedía ayuda desesperadamente por salvar a su madre del infierno que vivía, que vivían. Fue una de esas veces que las estrellas se alinean y las  instituciones hacen su trabajo como debe ser. La madre entró en tratamiento, alguien designado por el Gobierno se encargaba de velar por la niña. Las dos recuperaron la esperanza. Vivían en Plaza de la Revolución. 

En noviembre de 2009 me fui a Regla, nunca había estado más allá de alguna que otra fábrica- ya saben reportando cualquier plan cumplido- pero ese día fue de desvío. Caminé las calles, llegué al malecón, visité el santuario, escuché una plegaria. Flores en el mar, rodillas en tierra, virgen negra, ojos cerrados, paz. Al otro día recibí en mi buzón un mensaje de aceptación de una beca que me llevaría tan lejos como a la India. Sería mi primera vez fuera de Cuba. Ese día – como hoy- La Habana estaba de cumpleaños.

No hay comentarios: